En la mitología griega, Hermes era el dios mensajero que llevaba los mensajes de los mortales a los divinos, y viceversa. Se trataba de una figura mitológica que cruzaba las fronteras; su facultad era la de poseer dos códigos y cumplir por tanto un rol de intercambio de mensajes y traducción. De éste procede la palabra “hermenéutica”, que denomina el arte de interpretar los significados ocultos.
El concepto hermenéutico clásico (filológico) tiene que ver con la idea de sentido. La interpretación es concebida de la mano con el “comprender” y se pone en marcha cuando un signo nos rehúsa su sentido, poniéndose de manifiesto en las interrogativas: ¿Qué significa esto?, ¿Qué quiere decir? La hermenéutica no se dirige, por tanto, a la comprensión psicológica de una expresión.
Por su parte, la filología era una antigua disciplina de lectura referida a textos que llegaban al presente con un carácter enigmático y frente al cual era preciso estudiar y “des-cubrir” su sentido; es decir, sacar el velo que nos esconde el sentido real de algo. Desde esta perspectiva, las cosas tienen un sentido inherente. Así, en la interpretación filológica lo importante es hallar qué quiso decir el autor. Esta suposición básica de la filología (que el autor “quiso” decir algo), da cuenta de la existencia de un acto conciente.
En este contexto, existe una distancia entre el estudioso que lee el texto y el momento en que éste es producido. La hermenéutica clásica exige una distancia que deja inalterado el mensaje mientras que, por ejemplo, para quien sueña y pretende conocer el sentido de tal sueño, no existe distancia alguna; está todo él tomado por lo enigmático, por aquello que del pasado que se le hace presente. Hay algo pujante que le exige ser explicado y que proviene de sí mismo.
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